Publicado el 28.09.2019
para La Nación . Diario
Inicialmente, se partió de la propuesta del Consejo para la Consolidación de la Democracia, creado por el presidente Raúl Alfonsín en 1985, del cual participaron destacados políticos y académicos efectuando diagnósticos de la realidad nacional, formulando dos dictámenes con soluciones en los años 1986/87. Existía todavía un enemigo interno de la democracia que amenazaba el sistema constitucional: restos de partidos militares que habían arrastrado a la Argentina a los gobiernos de facto de 1930/42 (seguidos por la década de gobiernos con proscripción del radicalismo), 1943/45, 1955/57 (y posteriores gobiernos con proscripción del justicialismo), 1966/1973, y el último de 1976/83, el más cruel de todos contra la dirigencia política y social adversaria, con su legado de miles de muertos, torturados, desapariciones de personas, y por primera vez en la historia del país, su derrota en una guerra irracional, que encubría la toma de una enorme deuda externa impagable.
El justicialismo renovador, creado y desarrollado entre 1983/87 –desalojando de la oposición peronista a una ortodoxia anclada en el pasado–, no solo fue “fuerza amiga” a las políticas democráticas del gobierno de Alfonsín, sino un necesario sostén contra asonadas militares que seguían sucediendo. En esa praxis contra un enemigo común, se aseguró el respeto, base esencial de todo diálogo, entre el gobierno y la principal oposición; entre Alfonsín, Antonio Cafiero y Carlos Menem, para citar a los más relevantes de una pléyade de dirigentes de ambos partidos, muchos de los cuales aún actúan.
Con la victoria del justicialismo renovador en 1987 en la gran mayoría de las provincias, y en particular en Buenos Aires, electo Antonio Cafiero como gobernador, se inició una segunda etapa del diálogo político, que se mantuvo de modo reservado, con dos equipos de negociadores de posibles contenidos de la reforma constitucional. El justicialismo aportó una idea institucional diferente a la propuesta original porque acentuó el contenido federal de la reforma, conservando las facultades del Senado (pero con elección popular directa, reducción del tiempo de los mandatos, incremento a tres de los senadores por provincias, dos por mayoría y uno por minoría).
Se coincidía en combatir el “hiperpresidencialismo”, visualizado como el gran mal de la historia nacional, expandido notablemente durante los gobiernos de facto, y analizando fórmulas para su atenuación y flexibilización, en un marco de acortamiento de su mandato –de reducción de seis a cuatro años, con posibilidad de una sola reelección inmediata (lo cual suponía, como en Estados Unidos, un primer mandato exitoso)– con elección directa y ballottage, y la creación de un jefe de Gabinete con ciertos caracteres de primer ministro, fortalecimiento del Congreso y del Poder Judicial. Entre fines de 1987 y septiembre de 1988 quedó conformada una agenda de temas para la reforma que estuvo consensuada por Alfonsín, Cafiero, Menem y sus respectivos equipos.
El control de la crítica situación económica, con apoyo federal, fue completado por varias políticas: reforma del Estado, convertibilidad monetaria, consolidación de la deuda interna y arreglo de la enorme deuda externa –Plan Brady mediante– en los años 1991 y 1992. Recién en 1993 pudo reiniciarse el debate de la reforma constitucional, en su tercera etapa, que luego de varias peripecias se concretó hacia fines de ese año en el acuerdo de Olivos, y en dos acuerdos preconstituyentes en diciembre, que delinearon los contenidos centrales de la reforma, integrando el Núcleo de Coincidencias Básicas y enunciando importantes temas para su libre discusión en la Convención Constituyente, convocada por una ley sancionada con mayoría de dos tercios del total de miembros de cada Cámara.
La cuarta etapa correspondió a la convención, cuyos miembros fueron electos en los comicios de abril de 1994, con una mayoría justicialista y radical del 70%, pero que dio representación a fuerzas de izquierda (Frente Grande), de derecha (Modin), otras de partidos provinciales y algún independiente. En 90 días se debatieron y convalidaron la metodología y los contenidos del Núcleo de Coincidencias Básicas, y se trataron los demás temas libres de la convocatoria.
De esta apertura resultaron nuevos acuerdos de significativa importancia: reafirmación de la democracia contra eventuales gobiernos de facto o que afecten el sistema constitucional; gran desarrollo de los derechos humanos; inserción internacional del país mediante tratados de jerarquía superior a las leyes; reafirmación federal, extendiéndola a una amplia autonomía de la ciudad de Buenos Aires convertida en cuasi provincia, y a municipios, con formulaciones para constituir regiones, trasladándoles recursos; sentando las bases para un crecimiento económico federal, fundado en la economía de libre mercado, controlada por el Estado para lograr un desarrollo humano con justicia social. El texto final de la reforma de 1994 fue aprobado y jurado por unanimidad. Es nuestra Constitución, vigente.
Esa reforma que tuvo la conformidad de todas las fuerzas políticas de la época (las principales siguen ocupando espacios centrales en la actual dirigencia), representó la derrota de las experiencias de los gobiernos de facto y no habilitó hasta ahora la victoria de otros autoritarismos. Significó la afirmación de extensos diálogos y consensos políticos, cumpliendo la función de los Pactos de la Moncloa. Existieron déficits notables para su cumplimiento, en particular porque los gobiernos no implementaron elementos esenciales de su programa económico y social. Han aparecido nuevos desafíos, como el narcotráfico que es ahora la principal amenaza para nuestro país y la región, y las grietas surgidas de una extendida globalización. Pese a las falencias, los acuerdos constitucionalizados pueden ser un buen punto de partida de nuevos diálogos y consensos para políticas de los gobiernos.