Publicado el 4.5.2022
En LA NACIÓN
Me tocó desde el año 1987 la responsabilidad de intervenir, por el justicialismo –como negociador junto a Héctor Masnatta y luego Eduardo Menem–, en los acuerdos políticos celebrados entre Raúl Alfonsín y Antonio Cafiero, primero, y Carlos Menem después, que dieron origen a la reforma constitucional de 1994, teniendo como contrapartes por el radicalismo a Carlos Nino, Ricardo Gil Lavedra (y Enrique Paixao), ampliados más tarde con otros importantes juristas de ambos partidos, negociación que originó el acuerdo del 13 de diciembre de 1993, con el denominado Núcleo de Coincidencias Básicas, en cuyo apartado “H” se previó la creación del Consejo de la Magistratura. Los fines y la organización de este Consejo se materializaron en el texto del actual artículo 114 de la Constitución.
En el período preparatorio de la reforma, para analizar el funcionamiento de este tipo de organismos –obrante en constituciones europeas de la segunda posguerra–, viajé a Italia y España, entrevistando a los miembros de sus respectivos consejos, a los presidentes de la cortes supremas de ambos países y del Tribunal Constitucional, advirtiendo las ventajas y los problemas de sus respectivas realidades; y en viajes posteriores a EE.UU. pude compararlos con el sistema de organización para la administración del Poder Judicial Federal de EE.UU., basado en prácticas y costumbres poco adaptables aquí.
El Consejo de la Magistratura fue pensado como una institución principalmente técnica; que debía mejorar la calidad de quienes se nombraran como jueces de primera o de segunda instancia, estableciendo su selección mediante concursos públicos; administrar los recursos económicos del Poder Judicial (excepto los que atañen a la Corte Suprema); ejercer facultades disciplinarias sobre magistrados (una facultad para atender la eficiencia de los juzgados y cámaras, o la existencia de delitos), y decidir la apertura del procedimiento de su remoción, que quedaba a resolver por un jurado de enjuiciamiento; además del poder reglamentario ya mencionado. Estas atribuciones implicaban que se reducía el poder de designación de los jueces, antes discrecional, por el Poder Ejecutivo; pero no se lo suprimía enteramente porque este poder podía elegir un candidato de ternas vinculantes que le elevaba el Consejo y se mantuvo la necesaria aprobación del Senado. Se suprimió el juicio político por el Congreso para remover jueces, salvo de la Corte Suprema. El fallo de esa Corte del 16 de diciembre de 2021 concluyó con razón que la creación del Consejo trató “de despolitizar parcialmente los procedimientos de designación y remoción de magistrados y, de esta manera, aumentar las garantías de independencia judicial”.
Aunque la composición del Consejo la Constitución reformada la delegó en una ley especial (que debe aprobarse por mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada cámara), se estableció que se integra con “equilibrio” de “la representación de los órganos políticos resultantes de la elección popular” (porque la administración judicial interesa al conjunto de la sociedad), “de los jueces de todas las instancias”, frase que implica explícitamente que debe también integrarlo un juez de la Corte Suprema, dado que en la organización vigente al momento de la reforma la Justicia Federal se compone de tres posibles instancias y, en casos excepcionales previstos en la Constitución, de una instancia única ante esa Corte; “de los abogados de la matrícula federal”; y “otras personas del ámbito académico y científico” que reafirma su carácter principalmente técnico.
La parte dispositiva de ese fallo dispuso, en lo esencial, que el Congreso deberá dictar en un plazo de 120 días una nueva ley que organice al Consejo (que resultó incumplido), y en tanto funcionará conforme a la ley 24.937; la elección de los representantes por estamento para conformar la mayoría de 20 miembros (que ya se cumplió); y la presidencia del presidente de la Corte Suprema.
Este último aspecto –el más conflictivo–, la presidencia del Consejo por un miembro de la Corte, fue el que recomendé en la primera obra colectiva aparecida en 1994: “La reforma de la Constitución. Explicada por miembros de la Comisión de Redacción” (v. p. 447, en https://www.garcialema.com.ar), para establecer un funcionamiento colaborativo con el Tribunal, ya que existen puntos de contacto (y de posible fricción) en materias como la administración de los recursos del Poder Judicial y el ejercicio del poder reglamentario. Así me fue sugerido por el presidente de la Corte Suprema de España –que era además presidente del Consejo de la Magistratura– y lo corroboré por las funciones administrativas del presidente de la Corte Suprema de EE.UU. (asistido por la Judicial Conference of The United States y órganos técnicos). A modo de anécdota, cuando pregunté allí si no significaba mucho trabajo para el presidente, que además debía dictar sentencias como juez de la Corte, me contestaron con humor que más ocupado estaba el Secretario de Defensa. Horacio Rosatti, con la amplia dedicación al trabajo que lo caracteriza, podrá contribuir a la tarea de un Consejo que persiga mayor eficiencia judicial, tal como reclama la ciudadanía.